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Martirios y descubrimientos de Colón

por Prensa TitularVenezolano
noviembre 15, 2025
en Cristóbal Colón, Obra de Teatro, Opinión, Teresa Carreño
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La crónica musical es testimonio de lo intangible. Lo descubrí casi al mismo tiempo en que me inicié en este oficio, hace ya más de 30 años, mientras hacía una investigación literaria en los archivos de El Universal y El Nacional y en la Biblioteca Nacional, entre las publicaciones de la primera mitad del siglo XX. ¿Qué sería del estreno del primer Wagner en Venezuela en 1930, o de la Turandot de Puccini ese mismo año y con la misma cantante, de la noche irrepetible de Tristán e Isolda en el Municipal con la Flagstad en 1948, o de la visita de los rutilantes astros líricos que nos visitaron durante toda la centuria (Caballé, Bergonzi, Ruffo, Lázaro, Kraus, Cossotto y largo etcétera) sin los escritos de Alejo Carpentier, Feo Calcaño, Peña, Ratto Ciarlo, Hernández López, Tambascio? Tinta seca, recuerdo incierto, borrón próximo a la nada. Pues del sonido no queda más que la vibración del instante. Tenemos que apelar a la memoria amorosa del cronista que intenta prolongar ese efímero destello.

Hoy, la tecnología hace fácil la preservación, pero en Venezuela aún es difícil acopiar una memoria sonora y allí es más que valiente la captura del momento de la crónica musical. En aquellos sótanos de mi juventud descubrí el valor profundo de esta labor, que muchos juzgarán —no sin razón— ingrata. Para mí ha sido lo opuesto, pues me ha dado de todo: viajes y entradas a los grandes teatros de Europa, oportunidad de conocer y compartir con grandes estrellas del canto y de la música, el aumento de mi ingente discoteca, la animadversión, afortunadamente pasajera —o al menos eso creo— de aquellos que no siempre han salido favorecidos por mis comentarios, el ingreso a ese selecto club de los perseguidos y anatematizados por la señera figura del creador de El Sistema, amistades duraderas y solidarias tanto en el medio musical y artístico como en el periodístico, y también zancadillas por parte de quienes alguna vez ejercieron el oficio.

Esos treinta largos años me han permitido reconocer incluso cuando se me niega la invitación a algún evento y presumir la razón de la negativa, como ocurrió prácticamente anteayer, pero —y por fin llego a lo verdaderamente pertinente para esta crónica— la crítica musical me ha regalado el ser testigo de excepción, y de haber dado testimonio, en retribución del obsequio, de momentos estelares de la música en Venezuela: las venidas, el mismo año, de Plácido Domingo y Luciano Pavarotti; la despedida de este en Caracas; la única vez que nos visitaron Jordi Savall y su Hespèrion XXI; el portento de Yo-Yo Ma, Seiji Ozawa, Claudio Abbado, Juan Diego Flórez; el estreno de óperas de Juan Carlos Núñez; de obras instrumentales y vocales de Luis Morales Bance, Paul Desenne, Ricardo Teruel; las glorias iniciales de Inés Salazar y Aquiles Machado; un triunfo de este en Verona; el auge del Ensamble Gurrufío y su efímera Camerata Criolla, y muy especialmente el clamoroso éxito de Los martirios de Colón, de Federico Ruiz.

Memoriales incompletos

Eso fue tan ayer como en noviembre de 1993, hace ya 32 años, cuando la Compañía de Ópera del Teatro Teresa Carreño decide reponerla por estos días con sus jóvenes huestes. El programa de mano, en una práctica inusual pero loable, pues permite el registro de la historia, hace el recuento de las producciones que el jocoso título ha tenido en estas tres felices décadas (11 en total), con la mención de los dos responsables de estas en su devenir: Orlando Arocha, quien la estrenó en un ambiente incrédulo e incierto, pues ni el mismo TTC tenía confianza en la obra y los artistas hubieron de rebajar o regalar sus honorarios para que la producción pudiera costearse, pues nadie previó la fiesta que celebramos treinta años después; y ahora, con la más concreta y lujosa (casi derrochadora) de Franklin Tovar, que data de 2006.

El programa de mano también dedica las representaciones a la memoria del autor del texto, el insigne poeta Aquiles Nazoa, y del director Tovar, fallecido hace 2 años. Todo lo cual está muy bien, pues honor a quien honor merece, pero me resulta incómoda la cortedad de la memoria del Teresa Carreño, que bien pudo ampliar la dedicatoria a nombres tan importantes como Cayito Aponte, el creador del rol de Colón, y Lucy Ferrero, primera Reina Isabel de la historia de esta ópera, y quienes se nos adelantaron, una este mismo año y el otro hace ya un lustro (la ópera no se había vuelto a reponer después de su partida).

En la reposición de 2008 escribí sobre la puesta en escena de Tovar, Francisco Caraballo y María Fernanda Sans (sin crédito en esta reposición) que era “la más acabada y coherente de las producciones que el TTC nos ha ofrecido desde la época de la ‘revolución’ en cuanto a recursos, decorados y vestuario (…) y eficiente en el trabajo actoral”. Pero que era “intrínsecamente infiel a la obra que pretenden servir. Ni el genial texto de Aquiles Nazoa, en esa personalísima manera suya de ‘elevar’ las formas de nuestra criolla ‘mamadera de gallo’, ni la música de Federico Ruiz, que se apropia de muchas y diversas formas populares y cultas de la música para elaborar una parodia brillante que casa a maravilla con el texto de, al menos, 30 años atrás, conjugan del todo con esta recreación hiperrealista de la escena. Todo el juego de diferentes niveles teatrales, de teatro en el teatro, de alusiones a imágenes criollas, cotidianas y ancestrales, como hace el texto, está ausente de esta concepción, y el acto II, lamentablemente, padece de una peligrosa inmovilidad. Por ejemplo, toda la escena del barco de Colón y el jocoso pasaje de este con sus marineros que amenazan con ahogarlo, uno de los más efectivos momentos de la partitura de Ruiz, es estático en extremo, mientras que la puesta original de Orlando Arocha le imprimía un ritmo de movimientos de masas ya por sí solo divertidísimo. En la versión de Tovar, el apoteósico e hilarante final de la llegada de Colón con el ‘Aleluya al insigne Mamerto Ñañez Pinzón’ descuida la escena para que ingrese una troupe de indígenas, desde el público, en actitud agresiva, armados con lanzas, mirando amenazadores a sus invasores, o sea, ¡nosotros!, ya no compatriotas, paisanos, descendientes, legítimos herederos de una historia y una tierra, sino enemigos, desde el xenófobo grito de ‘Ana Karina Rote’ (Solo los caribes somos gente), interpolado casi irrespetuosamente en la obra de Nazoa y Ruiz, sin percatarse de que el primero los desmiente cuando en la farsa escribe en un pasaje (Final del Acto I): ‘Si no es por aquella ñema/ no soltamos el guayuco’, lo cual no suena muy ‘resistencia indígena’, que digamos, ¿verdad?”.

Ridiculeces, logros y envejecimientos

Por fortuna, en esta reposición, Urbina ha suprimido el pendón caribe, aunque ha mantenido las armas y la actitud amenazante o defensiva, y a los pobres nativos fuera del festín con el que tan jocosamente termina la ópera. La solución ridículamente “woke” atenta contra el final feliz de la farsa y pervierte la vena conciliadora de la comedia.

Por supuesto que ambas (puesta original y reposición) tienen momentos muy graciosos, con elementos agregados como el irreverente Rey Fernando desempleado y sus “morcillas” en buena parte del Acto I en la prestación de Israel Blanco; los constantes anacronismos (de los cuales, no obstante, se abusa, pues la mayoría vienen del texto y se subestima al público concretizándolos en la escena), las hipérboles y las rupturas de la cuarta pared teatral, como en el episodio de la “ñema” desaparecida, que exige la Reina y que aporta el director de la orquesta. Los lentes oscuros de Colón, el casco de ciclista del Criado malcriado y los sorpresivos arranques de la guaracha y el cha cha cha en aquella atmósfera “un poco eval”, como dice el texto de Nazoa, aunque eso vaya más a la cuenta del libreto y, sobre todo, de la partitura de Federico Ruiz. No es poco logro saber insertarlos con inteligencia y gusto en el movimiento escénico, que da, por fin, a nuestros cantantes jóvenes una plataforma para ser espontáneos, precisos y modernos en un escenario lírico, pues todos están debutando en sus roles.

Aun bastante lozana, la partitura de Los martirios de Colón deja ver algunos rasgos un poco ajados ya, que en la febrilidad de su estreno y en la incombustible hilaridad que nos provoca eran entonces menos notables. Me refiero a sus continuas reiteraciones y a ciertos baches dramáticos que los montajes deberían ayudar a disimular. Las menciones de la narradora a Ulrico Barbatiesa y Bartolo de Mesa, que dan pie a un coro repetido tres veces, no tienen real justificación. Lo mismo le ocurre a la Reina Isabel en su triple repetición de las dos estrofas de su entrada, que se salva por las variaciones de virtuosismo que las sopranos deben intercalar. También son repetitivos, pero menos, lo de “Saca la cuenta, Colón…” y su respuesta con el gracioso pasaje “Un cuartillo es un cuartillo…”, que se redime por lo pegajoso que resulta y que aún nos ronda en la cabeza una vez terminada la función.

El segundo acto, sobre todo en la regia de Tovar/Urbina, sigue dando la impresión de inacabado. Las repeticiones abundan en el tedioso “Izasteis las velas/Izadas están”, en la escena del motín en el barco, donde ni los crescendo y onomatopeyas a lo Rossini consiguen evadir la sensación de monotonía de todo el pasaje. La mismísima puesta actual reconoce los baches al haber tenido que interpolar una escena de maromeros circenses entre la malagueña de Colón y la espectacular aparición del barco, pues allí Ruiz prefirió el silencio a un interludio o pasaje orquestal que sirviera de transición entre escenas. Fue inteligente y loable intercalar aquí el número “Charlot” del mismo compositor, tomado de sus Piezas para niños menores de 100 años, único detalle que me salvó del bostezo por los saltimbanquis, que, con su mejor empeño, provee el cuarteto del Circo Unido de Venezuela. Que una puesta en escena evidencie defectos intrínsecos de una obra musical, en lugar de resolverlos o maquillarlos, no es precisamente un punto a favor.

Descubrimientos vocales

Llegamos, por fin, a la prestación vocal de estos Martirios de 2025, la cual es generalmente buena. Ya hemos destacado la eficiencia escénica de prácticamente todos los cantantes. Una prueba más de que ellos solo necesitan una guía firme y no que se les abandone sobre las tablas.

El reparto vocal inicia con la narradora/juglar (era una maestra en la puesta de Arocha) que esta vez estuvo atendida por Talía Guerrero y Janis Denis. Con problemas de sonoridad la primera (a pesar del Sistema Constellations, que el día del estreno se portó peor que nunca), pero bien resuelta en escena, dada la multiplicidad de movimientos, vestuario y actitudes que la puesta le exige. Lo mismo para la segunda, a quien, además, debo agradecer que, por fin, en 32 años pude escuchar nítidamente todas las notas del personaje.

La Reina Isabel es un papel muy agradecido, pues, aunque solo canta en el Acto I, tiene muchísimos momentos de lucimiento escénico y vocal. Como todos en la ópera, debe combinar con maestría los tránsitos del canto lírico al popular, donde debe enfrentarse a percusión y orquestación más ruidosa, así como exhibir en un mismo título diferentes estilos vocales que van del stile rappresentativo monteverdiano a la coloratura romántica, pasando por escarceos de polirritmia y bitonalidad y las inflexiones del joropo o la guaracha populares. Greilys Bracho y Annelia Hernández destacaron ampliamente como Su Majestad. Un poco más en su hábitat la segunda. La voz de Bracho parece tener una naturaleza pucciniana que la hace ver menos cómoda en estos registros más ligeros. Nada que objetar a su vis cómica y a su desenfado en escena, pero Hernández se apoderó del rol desde la primera frase: la nitidez de su dicción, la luz de sus notas agudas y la comodidad del fraseo en todos los registros rubricó una de sus mejores prestaciones teatrales. Igualmente, su despliegue humorístico fue excelente.

Colón también viajó en pareja: la de Anderson Piaspam y Álvaro Carrillo. El primero, con voz sonora y una gestual muy cercana al estilo cantinflesco, lo cual viene muy bien al casi irreverente descubridor imaginado por Nazoa. Cayito Aponte, que tenía al genio mexicano entre sus personajes, lo insertaba sabiamente en pasajes de su interpretación. Piaspam fue muy cómico en la transición violenta de lo lírico a lo salsero en “Tengo una gran carabela” (originalmente este número se cantaba, según mención del propio Nazoa, con la música de “Tengo una vaca lechera”, pero el compositor cubano de tan enjundiosa partitura quiso demandar a Ruiz por el uso inconsulto de su obra y nuestro compositor, admirado de la poca colaboración entre las hermanas revoluciones, optó por reescribir el pasaje. Esto también es historia de Los martirios en sus tres décadas…). Sorteó con gallardía los saltos de octava que el compositor le prepara en varios momentos de la partitura, llevándolo al límite de la tesitura baritonal; fue fresco en su malagueña del Acto II y cantó con destreza rossiniana el espinoso pasaje del motín en la travesía, con las semifusas (?) de su canto silábico en el “No, no, no, no, no, no, no, no sé nadar!”, que repite no menos de tres veces. Aquí yace una de las dificultades de esta ópera, llena de melodías y pasajes brillantes que permiten el lucimiento de todo el plantel vocal, incluyendo al coro, pero que exige audacias y soluciones virtuosísticas frecuentemente. A Colón le toca sortear este acerado pasaje de agilidad y luego cambiar de mood para la bellísima aria, en el más acabado estilo de lamento barroco con chispas verdianas: “¡Ah, qué desgracia la mía!”, dispuesta además casi al final de la ópera, cuando ya el personaje ha tenido una performance de casi dos horas. Piaspam acusó cierto cansancio en el aria, notable en el sacrificio del legato, pero la cantó más que correctamente.

A su lado, a Álvaro Carrillo lo vimos un poco más comprometido vocalmente en el papel. Asume al personaje con otro perfil, como impostando la figura estatuaria del Colón que la historia nos pretende vender, pero evidenciando el sedimento malandro que trasluce tanto en el texto del poeta caraqueño como en la música de Ruiz. Eso, unido a la proyección mayormente engolada y oscura de Carrillo, causa un efecto distorsionador que da muchos dividendos en la comicidad del papel. Su voz corre menos que la de Piaspam y él, cauteloso en demasía, intenta resolver los pasajes de agilidad usando un sottovoce que le hace perder sonoridad y debilita los efectos escénicos. Su escena del motín, por ejemplo, es pobre musical y acústicamente, comparada con la de Piaspam. Esta misma impronta utilizó en la poco incisiva malagueña y le dio una peligrosa monotonía a su aria del final.

El resto del elenco brilló plenamente en su conjunto: con un par de gallos incluidos en el caso de Abraham Camacho en su mismísima salida; muy cómicos los criados malcriados de Nicolás Nogaldo e Iván Cardozo, segurísimo este último en el registro agudo e hilarante en su empeño de “boxear” con Colón. Casi de lujo el cuarteto de sabios de Aimer Piaspam, Rodrigo Cedeño, Adolfo Sapene y Fernando Campos. Nunca entendí la duplicidad de la Real Gallina (son deficientes bailarines ambos, lo cual podría ser beneficioso en una ópera cómica, pero el virtuosismo del bailarín del montaje original era asombroso y causaba un espléndido efecto de humor).

Nos resta el coro, el cual, en la función del 8/11, se vio afectado por las fallas del Constellations, pero luego se repusieron y marcaron su sólida impronta en los finales grandiosos, de corte handeliano, con los entreverados paródicos de la Cantata Criolla de Estévez que Ruiz dispone a lo largo de la partitura. Además, tienen que bailar, hacer caricaturas e ir de un lado al otro del escenario durante toda la ópera. Aplausos.

Nos tocó atestiguar la dirección de José Ricardo Pacheco frente a su Gran Mariscal de Ayacucho (Elisa Vegas subirá al podio el siguiente fin de semana), que fue muy cómplice con los cantantes, lo cual es muy de agradecer, pero igual supo mantener el equilibrio de la sucesión de estilos musicales que el compositor plantea en la partitura: de una orquesta neo-barroca a una más romántica, pero siempre transparente, y en cuanto a la precisión del ritmo en los múltiples pasajes sandungueros y populares, fue impagable. Notable prestación. Con especial mención del invitado Sadao Muraki, quien fue un Bach en el sonido del clavecín del Acto I y luego acompañó con mucha gracia a los maromeros en el “Charlot” del Acto II.

Una reposición de Los martirios de Colón que nos descubre talentos ocultos y la potencia de nuestros cantantes y músicos jóvenes para abordar nuevos retos, siempre que vayan con la guía de un certero navegante.

La entrada Martirios y descubrimientos de Colón se publicó primero en El Diario.

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